Estimado Papa Francisco:
Su actitud abierta, su buena voluntad, la confianza que
me inspira, me permiten dirigirme a usted como a un hermano en Jesús.
Le escribo desde el escepticismo de ser atendida y de que sea
considerada mi petición. No obstante, siempre queda un rayito de esperanza
sobre una cuestión tan razonable. Se trata de un derecho reconocido en las constituciones de la mayoría de los
países.
Me cuesta tanto
admitir la situación en que vivimos las mujeres cristianas, que no tengo más remedio que dirigirme a usted
como el responsable de que se mantenga esta situación.
Las leyes civiles de las naciones adelantadas del mundo reconocen a la mujer la
plena capacidad para desarrollar todas las funciones sociales y políticas en
igualdad con el hombre.
Sin embargo, la Iglesia Católica, a la que pertenezco
desde hace 74 años, mantiene contra viento y marea el anacronismo de negar a la
mujer el ejercicio de los mismos derechos
y responsabilidades que
ejerce el hombre.
Estoy segura de que usted comprende mi indignación, por
eso le dirijo esta carta.
Me voy a permitir parafrasear a Monseñor Romero:
Le suplico, le
ruego, le ordeno que
CESE LA DISCRIMINACIÓN POR RAZÓN DE SEXO
Por favor, reconózcanos oficialmente como personas completas.
Y también nos debería pedir perdón por la cantidad de
sufrimiento y las consecuencias que dicha discriminación ha acarreado a las
mujeres de todo el mundo y en todos los
órdenes a lo largo de los siglos.
Un cordial saludo.
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